Visiones recurrentes, imágenes que se imponen, obsesivas, que solicitan y obligan al creador a dar cuenta de ellas. Así cabría evocar el proceso estético de Andrés Moya.
Ante su obra, en la que él destaca la presencia constante de ciertos temas, ha elegido preguntarse acerca del «por qué» más que del «cómo» crea.
Interrogarse sobre el desarrollo que lleva al artista a presentar distintos objetos de manera casi idéntica es un planteamiento que puede resultar algo tentador para un creador que observa su propia obra. Lo hace devenir consciente de su rasgo. No por ello podemos afirmar que esa consciencia interviene en la decisión de conservar o probar nuevas vías de expresión, ya que una simple constatación, por sí sola, no basta para aclarar la nebulosa que ocupa un campo de percepción a la hora de organizarse en nuevas configuraciones.
Evocaciones indirectas de tiempos pasados mezcladas con realidades inmediatas, objetos definidos con contornos fantasmagóricos, conjunto de líneas de horizontes borrosos, nítidas o sembradas de sombras y luces, constituyen asimismo los elementos que la mente capta y que el gesto del creador se esfuerza en hacer significantes.
En las obras que nos presenta Andrés Moya, la tierra está presente en forma de montículos, acumulaciones, fisuras o amasijos observados con ojos agudos, atentos al más mínimo elemento representado por trazos de lápiz y óleo que buscan la precisión del milímetro.
La tierra, vista por el artista, se muestra en lo que tiene de ingrato, insignificante, banal y cotidiano: arena, piedras o simples terrones.