Barcelona 2005
Óleo sobre tela, 45 x 100 cm
Una obra con el recuerdo de los deliciosos trabajos de los naturalistas de otros tiempos, que nos parece inequívocamente barcelonesa a quienes solemos pasear con los pies ligeros y los ojos bien abiertos por las calles de esta ciudad tan generosa en detalles que llevarse a la vista.
Una tarde, no hace mucho, tuve la ocasión de presenciar una acalorada discusión cromática entre Andrés Moya y otra artista amiga suya, también pintora de mérito. Fue durante la prolongada sobremesa que siguió a una cena en casa de Andrés y Elisabeth, después de zamparnos un conejo asado a la manchega -con un punto de cocción perfecto- y una alegre ensalada empedrada de trocitos de fresa. El color de la discordia -que pese al ardor de la conversación y al vinillo que corría libremente no rebasó nunca los límites de la más encarnizada cordialidad- era el verde de Prusia, un color del que yo, todo hay que decirlo, hasta entonces no conocía ni el nombre, y la existencia del cual la colega de Andrés incluso se atrevió a cuestionar. Avezado como estoy a las discusiones entre la gente de letras, en las que se trata más bien de semántica, de etimología y también una pizca de gramática, aquella controversia colorista me resultó muy entretenida. Además del exotismo del motivo, y protegido por mi confesada ignorancia acerca de estos asuntos, pude participar en ella sólo con los ojos y los oídos, que es como me gusta participar en las polémicas, sin intervenir ni decir ni pío, si acaso únicamente llenando las copas a medida que se iban vaciando con el brío con que se apuran las copas cuando en un clima de amistad se discuten temas de gran profundidad y trascendencia. ¡Figuraos, el verde de Prusia!
Hasta el día siguiente no se me encendió una lucecita: ¿Andrés Moya discutiendo tan apasionadamente por un verde, aunque sea un verde de Prusia? ¿Era eso posible? En parte por ese prejuicio que nos lleva a pensar que un chico de Tomelloso, si ha de discutir sobre colores, ha de hacerlo sobre los ocres y los terrosos, pero, sobre todo, porque en mi memoria de los cuadros de Andrés, que había visto en galerías de arte, catálogos, domicilios particulares y en su taller, el verde no era un color que tuviera especial protagonismo.
Pero llega una nueva exposición de las pinturas de Andrés Moya en la galería Artur Ramon y, junto a otra entrega de sus extraordinarios paisajes urbanos de Barcelona -ahora con esos cielos blanquecinos tan atrevidos, tan poco complacientes y al mismo tiempo tan característicos de esta ciudad-, hallamos la respuesta a aquel interrogante sobre la relación entre el artista y su verde predilecto. Porque partiendo de un verde de Prusia de la casa Winsor & Newton, el artista extrae toda la paleta necesaria para ofrecernos estas grandes láminas botánicas que complementan sus vistas urbanas y panorámicas. Y no escribo la palabra complementan porque estén también colgadas de las paredes de la galería, sino porque pertenecen a un género que me atrevería a denominar botánica urbana, y que viene a ser el resultado de una mirada casi microscópica sobre los balcones y terrazas de la misma ciudad. En el catálogo de la anterior exposición de Andrés Moya en esta galería, el crítico de arte Julià Guillamon escribió con gran acierto que las vistas urbanas de nuestro pintor le parecían el resultado del juego de un niño mirando el paisaje con unos prismáticos invertidos, que, como todo el mundo sabe, provocan un efecto de alejamiento y minimizador con el que los niños suelen divertirse mucho. Ahora, con estas pinturas botánicas, parece como si el artista hubiera aplicado un zoom sobre determinados rincones del paisaje urbano. Y, así, encontramos una promiscua mezcolanza vegetal que raramente puede darse en la naturaleza. Una multitud confusa de geranios y áloes, de cintas y helechos, de yucas y plantas crasas, de kentias y jazmines, con algún abeto un poco reseco que lucha por sobrevivir en el balcón después de las fiestas navideñas, pintados con verde de Prusia de Winsor & Newton. Una obra con el recuerdo de los deliciosos trabajos de los naturalistas de otros tiempos, que nos parece inequívocamente barcelonesa a quienes solemos pasear con los pies ligeros y los ojos bien abiertos por las calles de esta ciudad tan generosa en detalles que llevarse a la vista.