Montañas de Agua – Galería Artur Ramon. Barcelona 2012

Visiones recurrentes, imágenes que se imponen, obsesivas, que solicitan y obligan al creador a dar cuenta de ellas. Así cabría evocar el proceso estético de Andrés Moya.

Ante su obra, en la que él destaca la presencia constante de ciertos temas, ha elegido preguntarse acerca del «por qué» más que del «cómo» crea.

Interrogarse sobre el desarrollo que lleva al artista a presentar distintos objetos de manera casi idéntica es un planteamiento que puede resultar algo tentador para un creador que observa su propia obra. Lo hace devenir consciente de su rasgo. No por ello podemos afirmar que esa consciencia interviene en la decisión de conservar o probar nuevas vías de expresión, ya que una simple constatación, por sí sola, no basta para aclarar la nebulosa que ocupa un campo de percepción a la hora de organizarse en nuevas configuraciones.

Montañas de Agua. Andrés Moya 2012

Evocaciones indirectas de tiempos pasados mezcladas con realidades inmediatas, objetos definidos con contornos fantasmagóricos, conjunto de líneas de horizontes borrosos, nítidas o sembradas de sombras y luces, constituyen asimismo los elementos que la mente capta y que el gesto del creador se esfuerza en hacer significantes.

En las obras que nos presenta Andrés Moya, la tierra está presente en forma de montículos, acumulaciones, fisuras o amasijos observados con ojos agudos, atentos al más mínimo elemento representado por trazos de lápiz y óleo que buscan la precisión del milímetro.

La tierra, vista por el artista, se muestra en lo que tiene de ingrato, insignificante, banal y cotidiano: arena, piedras o simples terrones.

Andrés Moya tiene el sentido del detalle a la vez que del conjunto. La precisión de su mirada se coteja con la evocación que perdura en la memoria. De ello resulta este ambiente tan particular, extraño y fascinante que caracteriza el talento de su arte.

Hay un arte que reproduce lo que —ya— es visible y otro que se hace visible. La segunda vía resulta mucho más difícil y poco habitual, puesto que ese tipo de artistas no trabajan sobre la imagen, sino con lo que le precede de la impresión del mundo. El mundo se imprime y se impone continuamente a nosotros, y su impacto es de una brutalidad extrema. Esa «entrada» del mundo en nuestro universo casi siempre queda atenuada; de no ser así, el impacto de lo real sería verdaderamente insoportable.

A mi entender, el arte de Andrés Moya interroga una y otra vez acerca de ese estar advertido por el mundo que nos deja sin aliento y nos turba. Sus paisajes, a primera vista casi hiperrealistas y tan fieles a lo que parece reconocible, muestran lo que la mirada revela cuando los esquemas habituales faltan. En realidad, aquí no se trata de adecuación al «exterior», sino más bien de inadecuación. Así mismo, estas telas no refieren el encuentro dócil, habitual, automático con el mundo; hablan más bien, de manera obsesiva, de la fuerza y la fascinación por la luz, que nos permite ver formas, líneas, estructuras y colores declinados al infinito. Lo que interesa a Andrés no es lo pintoresco de Barcelona, sino más bien al contrario. Sus topoi de predilección son los terrenos baldíos, descampados, amasijos irregulares, es decir, todo lo que en el seno de nuestro universo, tan bien regulado, se sale del marco. Una melancolía muy nórdica atraviesa esos paisajes arenosos. Lo opuesto a la idea de exuberancia, a menudo atribuida de manera superficial al paisaje de Cataluña. Melancolía de la línea costera y de la playa en tanto que no man’s land final, perteneciente aún a ese mundo gracias a sus cualidades terrestres y sólidas, pero concerniente también a otra esfera, sometida al aire, que redibuja invariablemente la Gestalt de una topografía bajo el signo de la duna. Todavía de ese mundo aún accesible, lugar de paseos solitarios (la traza humana se transforma aquí en alegoría), pero tributaria de otra zona, hecha de agua y cielo, donde todo aparece, si cabe, más movedizo.

Pero la batalla está perdida: el movimiento se halla en el cuadro mismo. Si bien el enfoque primero, rápido, significa la victoria del gesto artístico sobre la «mutabilidad» (Shakespeare), vistas de cerca estas obras no dejan de explorar, a la manera del final de Zabriskie Point. Cuanto más se imponen a nosotros esas visiones, más violento se hace lo real. El mundo es un conjunto de restos infinitos, no un icono estable, como quiere hacernos creer la sociedad de la imagen. El mundo es polvo, amasijo, montículo; conjuntos que no se sitúan en la línea de la forma victoriosa, sino de la descomposición. Hay un bello título de Cioran, Précis de décomposition, que se refiere a la fuerza de ese trabajo visionario y profundo. Una vez esta perspectiva se impone al espectador atento, aparece la belleza negativa o lo sublime de la materia, y ese espectador siente hasta qué punto estas telas le socavarán, penetrarán en él.

Michael Jakob
Professor de l’Haute École du paysage, d’ingéniérie et d’architecture de Ginebra (HEPIA) i de l’École Polytechnique Fédérale de Lausana (EPFL)
Traducció del francès d’Elisabeth Miche
Dos conceptos de una misma mirada, que ahora se exponen en Artur Ramon. Uno representado, sólido y al tiempo vaporoso, formado por los dibujos realizados con grafito sobre papel (que forman parte de la columna vertebral de las obras que se exhibieron en junio de 2011 en Ginebra). El otro lo integran en su mayoría óleos de textura más líquida y colorista. A partir de la representación del paisaje, se muestra la visión metafórica de un rastro, el resto de algo que ya no existe.

A. M. Barcelona, 2012

Tríptico de la exposición:
Tríptico de la exposición Montañas de Agua de Andrés MOya en la Galeria Artur Ramon. Barcelona 2012

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